EL NIÑO DORMIDO QUE NO SE DESPERTARÁ
LLORANDO
Por Santiago Alba Rico *
5-IX-2015
La imagen de Aylan, el niño dormido que no
se despertará llorando, proporciona a las izquierdas una buena ocasión para que
nos mostremos regañones y acusatorios. Están los que justamente recuerdan el
naufragio endémico en las costas de Europa y los 14.000 niños asesinados en
Siria en los últimos años. Están los que justamente corresponsabilizan a
nuestros gobiernos de las situaciones que se viven en los países de origen; y
también los que, injustos e hipócritas, se vuelven tan fraudulentamente
selectivos como aquellos a los que regañan y culpan a la OTAN (sic) de la
violencia en Siria, olvidando que esos 14.000 niños fueron asesinados por el
régimen de Bachar Al-Assad, responsable también del 90% de las
muertes de civiles en el último año. Y están, por último, los que justamente se
escandalizan o deprimen por la indiferencia crónica y la intensa sensiblería
intermitente y denuncian el uso -y los efectos- de la imagen del niño Aylan
definitivamente pacificado en una playa de Turquía.
A Rousseau no
le gustaba el teatro porque le irritaba emocionarse ante situaciones en las que
no se puede intervenir. A Aristóteles, por el contrario, esta
emoción le parecía ya una intervención, al menos sobre uno mismo. Lo malo de
nuestra reacción ante la imagen de Aylan, el niño muerto en una playa turca, el
niño dormido que no se despertará llorando, no es que sea enfermiza o insana;
es moralmente razonable y emocionalmente ajustada al estímulo. ¡El problema es
que no estamos en el teatro! El problema es que el mundo se ha convertido en un
teatro frente al cual podemos intervenir “poéticamente” sobre nosotros mismos
-para purificarnos- pero en el que no podemos intervenir materialmente para
cambiarlo. Incluso los izquierdistas regañones y acusatorios apenas hacemos otra
cosa que marcar conciencia -como otros paquete- en Facebook y Twitter. El mundo
es un teatro no porque se nos presente en forma de imágenes manipuladas ni
porque nuestras reacciones frente a ellas sean erróneas o impuras sino porque,
como se irritaba Rousseau, lo que caracteriza al drama representado en un
escenario -a un metro infranqueable de nuestras narices- es que no podemos
intervenir en él. El mundo es un teatro porque, como en el teatro, nosotros
somos meros espectadores. Cuando digo “nosotros” me refiero a todos -sirios
normales y españoles normales-, cuyos papeles son en realidad intercambiables;
me refiero a todos, sí, salvo al Pentágono y al Estado Islámico, por citar dos
de las pocas fuerzas, casi todas perversas, que no se limitan a mirar.
¿De quién es la culpa? ¿A qué atribuir esta
alternancia paralizadora de indiferencia crónica y sentimentalismo
intermitente?
A la estructura tecno-mercantil
del mundo que impone un nihilismo espontáneo de la percepción y convierte el
dolor ético en un placer alimenticio y casi sexual. Vale.
A la natural indiferencia del
hombre ante las largas distancias, donde ocurren cosas que nos afectan poco.
Bueno.
A la contradicción entre la
afirmación de derechos y principios y la imposición de hecho de
un mundo presidido sin escapatoria por jerarquías soberanas entre las
Naciones-Estado, por el neocolonialismo y el intercambio desigual, por el
despojo de recursos y el intervencionismo a pequeña y gran escala, por la
defensa de intereses, en definitiva, que solapan la geopolítica y los
privilegios de clase. Sin duda.
A la voluntad concreta de los
gobiernos capitalistas que explotan la estructura tecno-mercantil del mundo, la
pereza humana para las largas distancias y el realismo geopolítico a fin de
violar o sortear sus propios compromisos humanitarios y desplazar las
responsabilidades hacia los más débiles o los más amenazados. Claro que sí.
En todo caso no creo que debamos
perder mucho tiempo en denunciar la reacción mayoritaria ante la imagen de
Aylan, el niño dormido que no se despertará llorando, ni su consumo mediático.
Al contrario. Es bueno, es esperanzador, que los seres humanos más perezosos,
los más manipulados, los más privilegiados, nuestras clases medias trabajadas
por el hedonismo de masas y tentadas por el racismo y la xenofobia, sigan
reconociendo -a través de la pequeña rendija por la que se asoman al mundo- la
diferencia “niño”. Lo malo no es nuestra emoción sino nuestra inacción. Ese
sobresalto selectivo de sensibilidad selecciona bien, en realidad, su objeto.
Nos puede parecer cabreante la
indiferencia rutinaria ante la muerte de niños sin nombre y sin foto, ante los
miles de náufragos en los últimos 20 años, ante el “genocidio estructural” en
nuestras fronteras. Lo cierto es que una combinación de emergencia humanitaria,
azar trágico y consumismo mediático nos ha entregado al niño Aylan, muerto en
una playa de Turquía, y con él una oportunidad para deconstruir el sentido
común xenófobo imperante: ese niño muerto, digamos, hará más difícil tratar mal
a sus padres vivos.
Vivimos en un mundo muy
fantasioso en el que la imaginación, al contrario, ha quedado bloqueada o
colapsada y con ella la posibilidad de las representaciones particulares de los
vínculos entre cuerpos. Los niños concretos -los que vemos y reconocemos- son
poderosísimos viveros de imaginación; los nuestros (que, no lo olvidemos,
llegaron a casa como “extranjeros”) nos ayudan a reconocer a los “extranjeros”
como nuestros. Seamos sinceros: en el mundo de hecho los
humanos, por su sola condición humana, no tienen derechos; “derechos humanos”
sólo los disfrutan los que poseen un pasaporte fuertemente “soberano”. Esto
sirve para todos, salvo para los niños, extranjeros compartidos, humanos sin
fronteras, cuya “diferencia” universal reconocemos todos por igual, madres de
todos los sexos y de todas las naciones, con la única excepción de los
fascistas.
Ahora bien, no es lo mismo un
xenófobo que un fascista. A los xenófobos y racistas hay que desarmarlos y educarlos,
y Aylan puede servir a este propósito; a los fascistas hay que combatirlos y,
desde luego, echarlos del gobierno. Es el caso, por ejemplo, de Viktor
Orban, el primer ministro de Hungría, o de Peter Bucklitsch,
diputado inglés del partido eurófobo UKIP, que ha escrito en un tuit:
“El niño sirio estaba bien vestido y bien alimentado. Murió porque sus padres
codiciaban una vida mejor en Europa. Son los costes de intentar colarse”. Como
vemos, también tenemos en Europa, gobernando o con posibilidades de hacerlo, a
nuestros propios “Estados Islámicos” europeos y cristianos.
Pero recapitulemos. ¿Por qué no
podemos hacer otra cosa que mirar? ¿Realmente no podemos hacer otra cosa que
mirar?
Están los principios y los
derechos, recogidos en Cartas y Acuerdos que todos firman y todos incumplen.
Según esos acuerdos, cualquier individuo del planeta tiene derecho a
desplazarse con entera libertad sin tener que explicar sus motivos ni enseñar
ninguna herida. La distinción entre turistas, emigrantes y refugiados es
artificial e ilumina ya la desigual distribución culpable de riqueza, soberanía
y protección a escala planetaria.
Están después los hechos,
resultado del capitalismo global, las pugnas geopolíticas y la desigualdad
soberana entre Estados-Nación. Turistas, emigrantes y refugiados son hechos recíprocamente
solicitados y discriminados por políticas estructurales -acompañadas de
intervenciones económicas y militares- de las que los gobiernos europeos son en
buena parte responsables.
Están finalmente las voluntades:
la de los gobiernos que trampean sus propias leyes para regatear derechos y
formatear nuestra voluntad; y nuestra propia voluntad, atrapada en la pereza
empática y el nihilismo mediático, pero todavía viva.
¿No se puede hacer nada más que
mirar -o pasar al acto en algún “Estado Islámico”, musulmán, laico o
cristiano?-. Digámoslo con claridad. No podemos conformarnos con menos que con
el derecho universal al movimiento, el reconocimiento performativo de lo humano
y el efectivo cumplimiento de las Cartas de Derechos, individuales y sociales.
Ese debe ser el motor inmóvil de nuestros análisis y nuestras intervenciones.
Se trata, sin embargo, de una larga batalla -al mismo tiempo contra la
percepción nihilista y contra la “civilización” subyacente- que no ha hecho más
que empezar y en la que no vamos ganando. Entre tanto, desde ese motor inmóvil
del Derecho nombrado y malogrado hay que aceptar y transformar los hechos y las
voluntades. Y cada crisis inmediata es de manera simultánea una urgencia, una
oportunidad y una etapa. ¿Qué podemos hacer en este caso?
Al menos tres cosas.
1. Exigir a nuestros gobiernos el cumplimiento y ampliación de las
políticas de asilo. Como demuestran los datos, la aplicación de las cuotas de
la UE por parte de España obligaría a asumir 802 refugiados en Madrid, 682 en
Barcelona o 12 en Soria, cantidades muy alejadas de la imagen de “invasión”
intencionadamente alimentada por nuestro ministro del Interior.
2. Pedir ayuda a Aylan, el niño dormido que no se despertará llorando, para
desarmar la xenofobia y revertir la representación dominante de los extranjeros
en general y de los emigrantes y refugiados en particular. La voluntad es
también un hecho que hay que cambiar como condición de
ulteriores cambios políticos. La fantasía -de la superioridad racial o
nacional- sólo se combate con la imaginación.
3. No votar a políticos protofascistas o neoliberales. A los que piensan
que votar es inútil hay que recordarles la iniciativa de los “ayuntamientos del
cambio”, con Ada Colau y Manuela Carmena a la
cabeza, iniciativa que cuestiona de hecho (con hechos contrarios)
las cicateras y miserables políticas de asilo del Gobierno central al mismo
tiempo que convierte la solidaridad -la reversión del imaginario xenófobo- en
unhecho contagioso. La combinación de imaginación social y
solidaridad institucional es, lo estamos viendo, potencialmente transformadora.
Escribía hace poco que es muy
difícil captar el momento -el punto sin retorno- de una civilización en
decadencia, pero si tuviéramos que aventurar una imagen sería sin duda la de
los náufragos en el mediterráneo, la de los refugiados en la alambrada húngara,
la de Aylan ahora dormido para siempre en una playa. O Europa encuentra una
respuesta democrática y de derecho a los que vienen a pedir ayuda -les
reconoce, digamos, su humanidad al margen de los hechos- o
sucumbirá a los “Estados Islámicos”, musulmanes, cristianos o laicos, de dentro
y de fuera. Los humanos van a seguir viniendo y sólo podríamos evitarlo
acelerando nuestra autodestrucción. No hay alternativa: hay que reafirmar los
principios, reconstruir los hechos y reeducar las voluntades.
Todo eso pasa, desde luego, por
cambiar de gobiernos.
(*) Santiago Alba Rico.
Filósofo y columnista. Su última obra publicada es Islamofobia.
Nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015).
Fuente:
http://www.cuartopoder.es/tribuna/2015/09/05/el-nino-dormido-que-no-se-despertara-llorando/7476
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